El aceite

Oliveras   (Publicado en el programa de fiestas de Vall de Almonacid de 1999)

 

La olivera, protagonista indiscutible de la agricultura mediterránea, tiene una larga historia que va unida a la evolución de la especie humana y de los cultivos que han sido básicos en la alimentación de los pueblos del Mediterráneo, como el trigo y la vid.

 

La etimología ha motivado hipótesis diversas sobre el origen del olivo. Los nombres vulgares del árbol en las lenguas de la cuenca mediterránea derivan de la palabra griega “elaia”, que a su vez viene de la semítica “ulu”; luego se transformó en la palabra latina “oleum” que más tarde dio origen al “oli” y la “oliva” de las lenguas romances. La palabra hebrea “zait” pasó a la lengua árabe como “zaitum” y derivó al castellano como “az-zait” que significa “jugo de la oliva” y de ahí luego a “aceite” y “aceituna”. En lengua beréber al olivastro u olivo silvestre se le denomina “zenboudje” que pasó a ser el “acebuche” en castellano.

 

 

LA LEYENDA

 

“Olea” puede hacer referencia al territorio al Norte del Monte Olimpo y “Zait” a Saït lugar al oeste de Egipto, en el delta del Nilo, de donde procedía Cécrope, el fundador de Atenas. Cuenta la leyenda que Atenea y Poseidón se disputaban la soberanía de la ciudad y esta disputa fue llevada al tribunal de los dioses. Estos decidieron conceder la ciudad a quien produjera la mejor obra.

 

Poseidón (Neptuno) dios del mar, de un golpe de tridente hizo nacer un caballo. Atenea golpeando con su lanza en el suelo hizo brotar una olivera y obtuvo la victoria. En gratitud a la diosa de la sabiduría la nueva ciudad, cuna de la democracia y de la libertad, se llamó Atenas. De esta leyenda se puede deducir que Cécrope quiso apartar a su pueblo de la piratería y la guerra y encaminarlo hacia la agricultura y la creación de ciudades, las colonias griegas que se extenderian hacia el oeste del Mediterráneo.

 

 

EXPANSIÓN DEL OLIVO

 

El cultivo de la olivera empezó a desarrollarse hace unos 5 o 6000 años en una zona que recibe el nombre de Media Luna Fértil porque traza una curva desde Irán, bordeando Irak y Siria hasta las colonias fenicias, en los territorios de Líbano y Palestina. De las olivas procedía no solo el aceite para cocinar sino también para las lámparas.

 

En estas tierras crecía de forma espontánea el olivo silvestre o acebuche, variedad con espinas y pobre en aceite. Su transformación progresiva y la mejora de sus características fue lográndola el hombre poco a poco y, con el tiempo, se llegó a conseguir la variedad sin espinas, compacta y rica en aceite, la olivera cultivada, que después se difundió por toda la cuenca mediterránea.

 

Desde Asia Menor y Egipto pasó a Grecia, llevado por Cécrope el fundador de Atenas, en 1582 a. C. Los antiguos habitantes de Grecia conocían ya el olivo silvestre, pero trajeron de Egipto las variedades cultivadas y mejoraron sus conocimientos en cuanto a los procedimientos de la extracción del aceite.

 

En el siglo VII a. C. fue introducido el cultivo del olivo en Italia, alcanzando entre el siglo II y III su mayor expansión dentro del Imperio Romano. Los romanos también tributaron honores a este árbol. Plinio cuenta que estaba prohibido dedicar su madera a usos profanos y sólo se podía quemar en el altar de los dioses.

 

El olivo llegó hasta la Galia, adonde fue llevado por los griegos de Focea que fundaron Marsella, Ampurias y Rosas.

 

Mientras los griegos y los romanos propagaron el cultivo del olivo en la costa septentrional mediterránea, los tirios (procedentes de Fenicia y fundadores de Cartago) desarrollaron el cultivo en la costa meridional. Cuando los romanos llegaron al Norte de Africa y, concretamente, al territorio que habían ocupado los cartaginenses, un verdadero cultivo del olivo había comenzado a extenderse. En las fértiles llanuras de la actual Túnez se cosechaban aceitunas, frutas, dátiles y vino. Los cartaginenses convirtieron la agricultura en una verdadera ciencia y transmitieron estos conocimientos a las tribus beréberes y a los númidas del este de Argelia. Les enseñaron que los olivos han de plantarse por lo menos a veintidós metros de distancia unos de otros, distancia que todavía se mantiene en los olivares tunecinos. El olivo se convirtió en uno de los medios pacíficos de sedentarización de los pueblos del Norte de Africa puesto que necesariamente, el que plantaba y cultivaba los olivos, debía esperar 10 años a que dieran la primera cosecha. Los emperadores romanos comprendieron la importancia del cultivo del olivo en los territorios que iban conquistando y fueron extendiendo su cultivo: deseaban mantener la paz y desarrollar la cultura para asegurar el abastecimiento de aceite a Roma.

 

Los vándalos y los bizantinos mantuvieron después el cultivo del olivo pero, poco a poco, empezó una lenta desaparición, agudizada por las luchas entre beréberes y árabes que condujeron a la suplantación de la vida sedentaria por la nómada y, según estas costumbres, utilizaron preferentemente la mantequilla o la grasa que suministraban sus rebaños.

 

De esta expansión del cultivo del olivo tan intensa y efectiva, dan testimonio dos escritores latinos. Lucrecio en su libro De rerum natura dice hablando de los progresos de la agricultura:

 

“De día en día, obligaban a los bosques a retroceder hacia las montañas y a ceder las tierras bajas a los cultivos, con tal de tener viñedos lozanos en las colinas y en los llanos y que la mancha azulada de los olivos, destacándose, pudiera extenderse entre los campos, por las hondonadas, valles y llanuras.”

 

Virgilio en sus Geórgicas afirma contraponiendo la facilidad del cultivo del olivo con el esfuerzo que requería la vid:

 

“Contrariamente a la vid, el olivo no exige cultivo, y nada espera de la podadera recurva ni de las azadas tenaces, una vez que se adhiere a la tierra y soporta sin desfallecer los soplos del cielo. Por sí misma la tierra, abierta con el arado, ofrece ya suficiente humedad a las diversas plantas y da buenos frutos cuando se utiliza debidamente la reja. Cultiva, pues, ¡oh labrador!, el olivo, que es grato a la paz.”

 

No se conoce la época en la que se inició el cultivo del olivo en la Península Ibérica y en las Baleares, pero la tesis más reconocida afirma que sus introductores fueron los fenicios o los griegos.

 

Es probable que fueran los fenicios puesto que ellos venían a nuestras tierras buscando los metales preciosos de Tartessos para su comercio. Ellos también nos legaron el procedimiento de extraer el aceite de los frutos del olivo mediante la molienda. El origen del nombre de Córdoba, ciudad de origen fenicio, procede de la palabra “corteb” que, en su idioma, significaba “molino de aceite”.

 

La época romana fue la primera edad de oro del olivar andaluz ya que con la llegada de Escipión y sus legiones romanas, el cultivo del olivo entró en un proceso de expansión.

 

La mención más antigua sobre los olivares de España, pertenece a un libro De bello hispanico, que cuenta con detalle los accidentes del terreno donde operaba Julio César, nos dice que su caballería sufrió un descalabro en un olivar en las cercanías de Sevilla mientras andaba desperdigada imprudentemente haciendo leña. También Pompeyo, su enemigo, hizo alto en un olivar frente a Sevilla. Así pues en el siglo I a.C. ya estaba la capital Bética rodeada de olivares, que siglos después hablan de constituir el famoso “Aljarafe” árabe.

 

Otra referencia nos la da Columela, nacido en Cádiz durante el reinado de Augusto (año 3 a.C). Columela fue un tratadista de agricultura, además de filósofo y poeta. Criado entre los olivos que su padre Marco Columela poseía en la Bética, escribió sus dos tratados De re rustica y De arboribus, donde se extiende en el cultivo del olivo y la fabricación del aceite con verdadero conocimiento experimental, unido a una vasta lectura de los autores griegos que habían tratado de la materia. En esta obra maestra agraria se vierten conceptos sobre el campo y la ganadería que siguen teniendo hoy, al cabo de casi 20 siglos, indudable actualidad. En el capítulo octavo del libro quinto describe perfectamente las tareas del campo respecto al olivo y los sitios idóneos para su cultivo: en pendientes moderadas “como las vemos -dice- por toda la provincia Bética”, y cita diez variedades de aceituna, dando detalles de sus distintos sabores. De él son aquellas palabras que pudieran ser la divisa de nuestra tierra: “Olea quae prima omnium arborum est” (la olivera es el primero de todos los árboles).

 

Apiano menciona los olivares del Sistema Central por encima del río Tajo y Avieno denomina al río Ebro como “oleum flumen” (río de aceite).

 

Rosas, Ampurias y Tarragona fueron puntos donde se introdujeron los plantones de olivo en Cataluña. Los olivares eran tan habituales en España que el emperador Adriano adoptó la rama de olivo como símbolo de la Hispania romana. Bajo el Imperio Romano el olivo se extendió por todo el litoral mediterráneo y siglos más tarde, con los árabes, se afianzó en aquellas comarcas.

 

Durante la dominación visigoda existen datos referentes a un avance de la olivicultura, incluso en zonas montañosas y de clima poco favorable. San Isidoro, en el siglo VI, escribiendo sobre los diferentes aceites de oliva, dice que la sombra de los olivos cubría el suelo de España.

 

Ciertas fuentes islámicas muestran lo abundante y extenso de la oleicultura durante los primeros siglos de la dominación islámica en todo el valle del Guadalquivir. El Idrisi reseña plantaciones en Jaca, Lérida, Mequinenza y Fraga; describe como renombradas las zonas olivareras de Priego, Cabra y Arcos y como mejor aceite el del Aljarafe de Sevilla.

 

En la Andalucía musulmana prosperó el cultivo olivarero hasta hacer de toda la tierra andalusí, especialmente del Aljarafe, un bosque de olivos frondoso y cuidado, a tal punto que se llamó “ajarafe o jarafe” a todo buen olivar bien cultivado. Los árabes en España mejoraron las técnicas de cultivo y de obtención del aceite así como las técnicas de fabricación de las grandes tinajas para el almacenamiento y fueron los descubridores de muchos de los usos culinarios y medicinales que aún hoy continúan vigentes.

 

En el siglo xv, con la definitiva repoblación que hubo en el sur de España, se consolidó la amplitud del cultivo del olivar y se constituyeron muchos de los latifundios que el cultivo olivarero exigía. El olivar alcanzó en la primera mitad del siglo xv sus máximas posibilidades y desarrollo e incluso su área de cultivo debió rebasar los límites actuales, como parecen indicar numerosos restos de olivares que se encuentran en la actualidad por toda la geografía peninsular.

 

 

SÍMBOLOS Y TRADICIONES

 

El olivo tiene, por todas las cualidades que reúne, una gran riqueza simbólica reconocida desde hace siglos.

 

Simboliza la inmortalidad porque vive, da fruto y se renueva desde hace miles de años.

 

Es símbolo de paz y reconciliación. Noé lo llamó signo de alianza entre la naturaleza y el hombre al ser el olivo el árbol que no pudrieron ni dañaron las aguas después del diluvio. La paloma, con la ramita de olivo en el pico, ha quedado como símbolo de la paz. Según cuenta Virgilio en la Eneida cuando Eneas llega hasta Roma y el hijo del rey pregunta: “¿Quiénes sois? ¿Traéis la guerra o la paz?” Eneas le muestra un ramo de olivo. Una rama de olivo llevaba también Orestes cuando fue a suplicarle a Apolo. Cuándo Jesús entró en Jerusalén, el pueblo judío salió a su paso con ramas de olivo, poniéndolas a sus pies.

 

Es también símbolo de resurrección y esperanza porque después de que Jerjes incendiara la Acrópolis y su olivo sagrado, cuando los atenienses entraron de nuevo en la ciudad, no había más que un montón de ruinas, pero el Olivo sagrado del templo del Erecteion había crecido un codo en la primera noche, imagen de la rapidez con la que el pueblo de Atenas, lleno de ímpetu, iba a renovarse lleno de esperanza.

 

Por su fortaleza, capaz de resistir las más duras condiciones de sequía y de pobreza de terreno, es símbolo de fuerza. La maza de Hércules era de madera de olivo.

 

En la fiesta más célebre de la Grecia antigua, los Juegos Olímpicos, los vencedores eran coronados con ramas de olivo.

 

El Huerto de los Olivos, donde Jesús oraba frecuentemente, también era llamado Gethsemaní, que significa prensa de aceite. Allí siguen, junto a Jerusalén los olivos milenarios. Los primeros cristianos tomaron al olivo como uno de sus símbolos, representando la paz eterna, y su aceite ardía en lámparas ante las tumbas de los primeros mártires.

 

Algunas tradiciones han llegado hasta nuestros días. Así los dueños de oliveras escogen con cuidado las ramas que el Domingo de Ramos serán bendecidas por el cura. Estas ramas se colocan en ventanas y balcones. En algunos pueblos se sitúan en los campos para que protejan las cosechas. En Francia se colocan en la cabecera de cada cama y sirven de hisopo, el día que muere alguien de la familia, para bendecir al difunto.

 

Según una antigua leyenda los tordos son los moros que cada año regresan a coger las olivas de sus antiguas propiedades.

 

LAS OLIVERAS EN LA VALL

 

Cuando J.A.Cavanilles recorrió estas tierras, hace 200 años, las encontró así:

 

“Dos horas al norueste de Almedixar está el valle de Almonacír, que es un espacioso barranco en las faldas de Espadán. Lo quebrado de aquel recinto, y las peñas descarnadas parecían prometer poca recompensa á la industria del mas porfiado labrador; pero la experiencia ha hecho ver que todo cede al improbo trabajo, y que hay pocos terrenos enteramente inútiles. Los Moros que habitáron allí, y aun se hiciéron fuertes para retardar el cumplimiento del edicto de expulsion, veian baxar aguas por el barranco, y observáron los daños que causaban en las avenidas, seguidas á lluvias y tempestades: procuraron poner sus trabajos al abrigo de estas, y aprovechar las aguas para regar campos que dispusiéron en graderías, y aseguraron con sólidos ribazos: plantáron algarrobos en las hoyas ménos expuestas al frio y olivos y vinos en otros sitios ménos abrigados, logrando así frutos para subsistir y multiplicarse en los dos pueblos del valle llamados Ahyr y Algimia. Vino la expulsion, y quedáron poco ménos que desiertos ambos lugares, como igualmente Matét, situado al norte de ellos: estableciéronse allí familias de Christianos, y émulos en la industria y aplicacion de los antiguos moradores, empezáron á multiplicarse, rompiéron nuevos eriales, mejoráron el cultivo, y actualmente se hallan 250 vecinos en Ahír, y 166 en Algimia, los mas aumentados de 40 años á esta parte. Ya parece imposible que puedan sostenerse en aquel suelo, y por eso redoblan sus esfuerzos á medida que se multiplican las necesidades. Es lástima ignoren el método de gobernar los olivos y algarrobos, que ví cargados de leña inútil: mucho padeciéron los algarrobos en el invierno de 1788; pero como se conservaron vivas las raices y muchos troncos, empezaban á mejorarse en 1793. Tal vez habrán padecido igual desgracia en el riguroso Febrero de este año de 1796. Debieran los del valle multiplicar los almendros, vista la felicidad con que crecen y fructifican unos pocos que hay: es regular se animen con el exemplo que les presentan varias cuestas, ántes eriales, y hoy plantadas de almendros por el cuidado del difunto Rector del Seminario Conciliar de Segorbe Don Tomas Escrig. Los frutos del valle se regulan en 400 cahices de trigo, 335 de maíz, 60 entre judías y cebada, 3.000 arrobas de aceyte, 7.000 de frutas, 300 de hortalizas, 22.100 cántaros de vino, 3.000 libras de seda, muchos higos, poco cáñamo, y menor cantidad de algarrobas por la desgracia de los yelos.”

 

EQUIVALENCIA DE LOS DATOS DE CAVANILLES EN LITROS (l) Y KILOS (k)
trigo maíz judías/cebada aceite fruta hortalizas vino seda
67200 k 56280 k 10080 kg 36000 l 90720 k 3890 k 243100 l 1080 k

 

Si el rendimiento medio suponía unos 5’2 litros/árbol el número de oliveras que había en todo el valle sería unas 7000. En 1955 en la Vall había 46.000 y 21.250 en Algimia. Es decir que la expansión del cultivo de la olivera data de hace unos 200 años. Así sabemos que en 1744 solo había una almácera o molino de aceite en La Vall, que era también fábrica de cera. Efectivamente, el 6 de marzo de 1781 el Cabildo de la catedral de Segorbe reclama al juez que se pague la décima y primicia de los frutos de las moreras y olivos del señorío de Almonacir “que antes eran pocos y ahora se han convertido en cosecha mayor”. El obispo y el cabildo insisten en su reclamación y el 16 de diciembre de 1807 denuncian nuevamente ante el juez Borrull que los pueblos de Ahyr, Algimia, Gaibiel, Matet y Pavías paguen las dos partes del diezmo y la primicia de la cosecha de olivas, pues “comenzó a fomentarse el plantío y fruto del olivar de 50 años a esta parte en las dos primeras y 30 a 40 en las restantes, y en esta fecha empieza a ser una de las principales cosechas. De las 8 almazaras que existen en Ahyr y Algimia solo una llega a los 50 años de antigüedad”. El 19 del mismo mes los ayuntamientos de Ahyr, Algimia, Gaibiel, Matet y Pavías acordaron negarse a pagar el diezmo (la décima o diezmo era un impuesto en especie que se pagaba a la Iglesia y equivalía a la décima parte de las cosechas; desapareció en el siglo XIX cuando el Estado asumió el mantenimiento de la Iglesia). Al tiempo que aumentaba el plantío de oliveras fue aumentando el número de almazaras hasta llegar 9 de sistema tradicional y una movida por energía mecánica, la “hidrólica” ; todavía funcionaban 7 en los años 60. Actualmente están todas fuera de servicio y su lugar lo ocupa la moderna almazara de sistema continuo de extracción de la cooperativa Ayr.

 

La expansión del olivar se hizo ocupando el lugar que dejaron las moreras y la viña. La seda, que había sido una de las principales fuentes de riqueza de Valencia (en 1787 había en la ciudad más de 5.000 telares) fue decayendo a lo largo del siglo XIX. La seda se obtenía de los capullos que formaban los gusanos de seda que se alimentaban de hojas de morera. Estos gusanos se criaban sobre cañizos (andana) hasta que formaban el capullo del cual se hilaba la seda. La producción de seda era muy importante en una economía de autoconsumo (producir lo que se consume y consumir lo que se produce) ya que su venta significaba tener algunas, pocas, perras para comprar aquellos productos que no se podían producir, como herramientas, sartenes, telas, condimentos y ortros productos imprescindibles. El lugar de la seda lo ocupará el aceite, ya que el aumento del cultivo permitirá obtener unos excedentes para la venta.

 

Otra gran cosecha era el vino, que superaba los 243.000 litros, que se destinaban al consumo de mesa propio y a la fabricación de alcoholes (aguardientes) por ejemplo en “la fábrica” del río Mesón. Eran muchas las casa que tenían su propio cubo y se hacían el vino. Pero la filoxera acabó con la vid a principios del siglo XX y el olivo (junto con el trigo) ocupó su lugar, poco a poco, hasta convertirse en la cosecha principal y casi en monocultivo. En 1955 el número de árboles era de 46.000 en la Vall y 21.250 en Algimia.

 

En los últimos años su cultivo ha crecido debido a la gran demanda y a la cada vez más favorable coyuntura del mercado, después de la crisis provocada por las terribles heladas de febrero de 1956 y las lluvias torrenciales de 1957, que supusieron unas pérdidas de 5700 árboles en la Vall y 4250 en Algimia. Aún más importante que la pérdida de arbolado fue la caída de la producción afectada por las adversas condiciones climatológicas y la emigración hacia las ciudades y consiguiente abandono de la tierra. La producción media anual pasó de los 110.000 litros antes de 1956 a los 16.000 después de 1957, un 85 % menos. También incidió en la crisis la expansión del consumo de aceites de semillas creyendo que eran más sanos ya que evitaban la subida del colesterol, teorías desautorizadas por la ciencia que ha devuelto al aceite de oliva el prestigio que se merece.

 

Actualmente la Vall y Algimia presentan casi un monocultivo (más de mil hectáreas) siendo la variedad cultivada la farga o serrana, también conocida como “de la Sierra de Espadán”. En 1999 el número de olivos en el término de la Vall es de 25.000 con una producción que puede alcanzar los 500.000 kilos de olivas con un rendimiento de 20 kilos por árbol.

 

José Ma. Pérez